Silvia Federici
Mujeres, capitalismo y políticas alimentarias
Así como las hambrunas, la malnutrición y el envenenamiento de aguas y tierras por insumos agrícolas químicos reflejan los peligros que la capitalización e industrialización de la agricultura suponen para nuestra supervivencia, un paso crucial en la lucha por el control sobre la producción de alimentos, es reconocer la dimensión de género de la crisis alimentaria a la que nos enfrentamos. Me refiero al hecho de que no solo son las mujeres a lo largo de todo el mundo las que comen las últimas y mueren de hambre cuando no hay suficiente comida para sus comunidades, sino que la escasez y la toxicidad de la comida están estrechamente vinculadas con la negación del acceso a la tierra a las mujeres, y con la guerra abierta contra la producción de agricultura de subsistencia de las mujeres. En otras palabras, hay un estrecha relación entre la degradación de la producción de comida y la restricción de los derechos y el acceso a los recursos naturales de las mujeres, cuando son ellas aquellas que tienen el mayor interés directo en garantizar la seguridad de los alimentos que consumimos, siendo las responsables de la reproducción de sus familias y de las consecuencias de la malnutrición y de la contaminación de nuestra comida y de los suministros de agua. Esto implica que la lucha por la “soberanía alimentaria” debe darse en diferentes niveles, en reconocimiento de los diferentes roles que los miembros de la comunidad cumplen en relación a la agricultura y la producción de alimentos, y los efectos devastadores de las relaciones de género.
La exclusión de las mujeres del acceso a la tierra y su marginalización en la producción agrícola puede rastrearse hasta los comienzos del desarrollo capitalista y de la colonización. Antes del advenimiento de capitalismo, las mujeres eran las principales productoras de alimentos del mundo. En África, tenían sus propios sistemas de cultivo y cosecha, fuente de una cultura femenina propia. En las comunidades indígenas de América del Sur, las mujeres estaban a cargo de la selección de semillas, una operación crucial para la prosperidad de la comunidad y cuyo conocimiento se transmitía de generación en generación. También en Europa, antes de la Edad Media, las mujeres tenían derechos de uso sobre la tierra y los “comunes”- madera, estanques, campos de pastoreo- que eran una fuente importante de sustento y cuyo mantenimiento se garantizaba mediante el trabajo colectivo.
El desarrollo capitalista transformó la situación. Con la privatización de la tierra y la expansión de las relaciones monetarias, se desarrolló una división de los trabajos más profunda que separaba la producción de comida para el mercado, cada vez más en manos de los hombres, de la producción de alimentos para consumo directo, ahora feminizado y devaluado. También en las colonias, los hombres fueron señalados como jefes de la producción agrícola, mientras que las mujeres fueron relegadas al rango de “ayudantes”, “mano de campo” o trabajadoras domésticas.
Un paso crucial en la lucha por el control sobre la producción de alimentos, es reconocer la dimensión de género de la crisis alimentaria a la que nos enfrentamos.
En la África colonial, por ejemplo, los oficiales franceses e ingleses favorecían sistemáticamente a los hombres en cuanto a las asignaciones de tierra, equipamiento y aprendizaje, siendo la mecanización de la agricultura una ocasión para ahondar en la marginación de las labores agrícolas de las mujeres. De la misma manera, entorpecieron los cultivos femeninos obligando a las mujeres a trabajar en plantaciones coloniales, o a asistir a sus maridos en cultivos industriales, alterando así las relaciones de poder entre mujeres y hombres e instigando nuevos conflictos entre ellos. A día de hoy, el sistema colonial, mediante el cual los títulos de tierra se entregan sólo a hombres, sigue siendo la norma para las “agencias de desarrollo”, y no solo en África.
Sin embargo, en muchas partes del mundo (sobre todo en África), más del %60 de los alimentos que consumimos siguen siendo cultivados por mujeres en pequeñas parcelas de tierra, muchas veces fincas públicas o privadas en desuso. En los informes del Banco Mundial este tipo de agricultura es denigrado y culpabilizado de la pobreza rural. Pero esa no es la realidad. Es gracias a la agricultura de subsistencia de las mujeres que millones de personas han podido sobrevivir frente a la liberalización económica y la imposición de una brutal austeridad y programas de devaluación monetaria que han dejado populaciones enteras prácticamente en la miseria. No obstante, esta capacidad para producir comida para consumo propio está amenazada por el cambio hacia la producción agraria orientada a la exportación que se expande en los países del Tercer Mundo, denominada como agricultura de “gran valor” por el Banco Mundial, y por los constantes acaparamientos y movimientos de tierra de las corporaciones transnacionales, destinadas a proyectos mineros, plantaciones de bio-combustible, varios tipos de monocultivos… justificados en nombre de pagar deudas externas. Además de eso, la producción de subsistencia se encuentra minada por la privatización de tierras mediante títulos individuales – títulos normalmente recibidos por hombres “cabeza de familia”, una política que los habilita a ellos para decidir qué cultivar, o a vender la tierra si quieren.
Como la tierra que no se encuentra en manos de las corporaciones o en proyectos de desarrollo de los gobiernos es cada vez más escasa, las mujeres también están sujetas a procesos todavía más excluyentes por parte de sus parientes masculinos y miembros de la comunidad, de manera que sus derechos a la tierra son cada vez más reducidos.
Más del %60 de los alimentos que consumimos siguen siendo cultivados por mujeres en pequeñas parcelas de tierra.
La desaparición de la producción a pequeña escala de las mujeres es una gran amenaza para la producción de alimentos y el consumo de estos para grandes segmentos de la población mundial. Como describe poderosamente Vandana Shiva en Staying Alive (1988), la exclusión de las mujeres del acceso a la tierra supone la pérdida de un gran cúmulo de conocimientos, prácticas y técnicas que durante siglos han salvaguardado la integridad de la tierra, y supone perder la fertilidad y el valor nutricional de la comida, con severas consecuencias sobre la cantidad y calidad de la comida que tenemos disponible.
Esto deja en evidencia la importancia y urgencia de la agricultura de subsistencia de las mujeres y la lucha por la soberanía alimentaria, la cual es la mejor defensa contra la escasez, la difusión de los productos agrícolas genéticamente modificados, la escalada en los precios de los alimentos… Existe una creciente preocupación ya que además de que la comida sea una mercancía para la exportación, se está convirtiendo también en objeto de especulación financiera.
En este contexto, la batalla principal de las mujeres es por el acceso a la tierra y las aguas que corren por ella. Así, en este momento hay campañas lideradas por grupos y asociaciones de mujeres en marcha en América del Sur y en África, exigiendo que los derechos sobre la tierra de las mujeres sean garantizados en las leyes y constituciones de sus países. Las mujeres también están en primera línea de frente en la lucha contra los tratados de libre comercio, por la reclamación de la tierra, los bancos de semillas o la agricultura urbana. En muchas ciudades africanas, desde Accra a Kinshasa, se han apoderado de parcelas de tierra en desuso para cultivar maíz criollo, yuca y pimientas, cambiando así el paisaje de las ciudades africanas, aportando alimento y sustento monetario a sus familias, a la par que impulsan su independencia económica tanto de los hombres como del mercado.
La exclusión de las mujeres del acceso a la tierra supone la pérdida de un gran cúmulo de conocimientos, prácticas y técnicas.
La lucha para reclamar la tierra y el control sobre la producción de alimentos no se libra solo en el terreno de la agricultura. La lucha de las mujeres por la reclamación de las zonas costeras destruidas por la acuicultura es igual de fuerte. Durante las dos últimas décadas hemos sido testigos del aumento de la presencia de las mujeres en el movimiento pesquero, desafiando las actividades industriales de arrastre que están vaciando los mares y arruinando las comunidades pesqueras.
Una clave no menos importante en la lucha sobre la producción de alimentos es la movilización de las mujeres contra la violencia ejercida contra ellas, no sólo por agentes de las corporaciones transnacionales, sino a menudo por los hombres de sus propias comunidades, que favorecen modelos de producción fuertemente dependientes de insumos tecnológicos y monocultivos, o refuerzan normas tradicionales que las excluyen de heredar la tierra y participar en las decisiones que afectan a la gestión y al cultivo.
En este sentido, la lucha de las mujeres por la producción de alimentos ha ido más allá del concepto de “soberanía alimentaria” que (como definió originariamente Vía Campesina) reivindica el derecho de los pueblos a definir y proteger su producción de comida y cultura. Como se define en la práctica de los movimientos indígenas y de las mujeres campesinas, especialmente en América del Sur, la lucha de las mujeres por el control sobre la producción de alimentos es una única lucha global, que aspira a una transformación social amplia, luchando no solo contra Monsanto y Cargills, o contra sus semillas Terminator, o los proyectos de desarrollo de la agricultura del Banco Mundial, sino contra las instituciones capitalistas y patriarcales que ven la tierra, el agua y las vidas de las personas como meros medios para la acumulación de capital, indiferentes al hambre y al empobrecimiento, y para quien la comida, el agua o los cuerpos de las mujeres no son más que productos que poner en venta.
La lucha de las mujeres por el control sobre la producción de alimentos es una única lucha global, que aspira a una transformación social amplia.
Con esta visión hoy en día los movimientos de mujeres campesinas están ganando presencia a lo largo del mundo, están uniéndose en las zonas urbanas o rurales, transcendiendo fronteras nacionales. El problema al que se enfrentan al construir un movimiento de masas, es que cambiar la mentalidad de los productores no es suficiente a menos que también se transformen los hábitos de compra y consumo de alimentos. Esto implica que los movimientos por el control sobre la producción de alimentos deben arraigarse en movimientos más amplios, haciendo referencia a todos los aspectos de nuestras vidas. Al mimos tiempo, estas luchas tienen implicaciones que van mucho más allá de la calidad de la comida en sí misma. Porque una agricultura capaz de garantizar alimentos seguros y nutritivos, y procesos de decisión igualitarios, también es una agricultura respetuosa con la biodiversidad, la tierra, los animales, el paisaje y la gente que vive en el territorio y consume esa comida. Como dice Mariarosa Dalla Costa, para millones de personas, es la única alternativa frente al empobrecimiento, la migración forzosa y la extinción tanto cultural como física.