Isidro Esnaola
El contexto de la crisis energética y las salidas que se perfilan
Isidro Esnaola Economista
A decir de todos estamos ante una crisis energética sin precedentes. Algunos síntomas eran visibles desde hace tiempo pero la política de sanciones de la Unión Europea hacia Rusia ha exacerbado todas las contradicciones latentes. No obstante, conviene poner en sus justos términos la naturaleza y el alcance de la crisis, y las salidas que se vislumbran.
Para empezar conviene no olvidar que cada día llegan a la Tierra unos 173.000 teravatios de energía procedentes del sol mientras que el consumo energético en todo el mundo es aproximadamente de unos 16 teravatios. Es decir, el sol proporciona diariamente 10.000 veces más energía que la consumida en la Tierra. Incluso restando la que se pierde a causa del agua, las nubes o la nieve, la energía solar sobrepasa de largo las necesidades de la vida en el planeta.
No estamos, por tanto, ante un déficit de energía absoluto, sino más bien ante una carencia relativa que tiene que ver con el uso que ha hecho la especie humana de las reservas energéticas acumuladas durante millones de años en el planeta. El capitalismo se desarrolló gracias a la explotación de los inmensos depósitos de energía en forma de carbón e hidrocarburos acumulados en el subsuelo. Esa fue la fuerza motriz para el despliegue del transporte y la producción industrial. Dos factores contribuyeron a rebajar notablemente los costes de esa energía: la facilidad de extracción y el hecho de que nadie obligara a reponer lo que se extraía.
Un transporte barato resultó clave para acercar recursos y explotar las riquezas de todo el mundo. Además abría el camino a la expansión del sistema industrial y añadía nuevos mercados para sus productos. Desde entonces, la producción fabril se ha ido deslocalizando, buscando extraer hasta la más mínima ganancia optimizando la localización de cada operación de la cadena productiva. A finales del siglo XX este proceso se expandió a una velocidad nunca antes vista de la mano del flujo instantáneo de capitales, la creación de la Organización Mundial del Comercio (OMC), que suprimió barreras arancelarias y agilizó el flujo de mercancías, y la introducción en las empresas de los sistemas "just in time".
Sin embargo, como dejó patente el fin del confinamiento, este sistema también tiene algunas consecuencias no deseadas que pueden poner en peligro la continuidad de los procesos industriales. Del mismo modo que la pandemia mostró las debilidades de la deslocalización, la ruptura de la cadenas de suministros han dado un fuerte golpe a los sistemas just in time. Ambos fenómenos ha puesto de relieve la necesidad de asegurar la autosuficiencia del tejido económico.
La actual crisis energética
La civilización industrial se ha construido gracias a esa inmensa reserva de energía que son los hidrocarburos, sin que a nadie le preocupara excesivamente lo que ocurriría cuando se acabara. Además de las consecuencias en el clima y el medio ambiente, ya son evidentes los síntomas de agotamiento. Los mejores yacimientos se están secando y cada vez es más complicado extraer los hidrocarburos del subsuelo. El proceso exige crecientes inversiones, como no deja de repetir el presidente de la petrolera saudí Aramco, y también técnicas cada vez más caras y destructivas, como el fracking. El confinamiento frenó muchas inversiones a la espera de que las perspectivas fueran más claras y ahora se empieza a notar que el sistema de extracción de energía está funcionando al máximo de su potencial.
Las sanciones energéticas han dejado al descubierto la nefasta política energética liberal de la UE
De ahí que la inflación ya comenzara a crecer en 2021 (el IPC subió el año pasado un 6,4% en la CAV y un 6,5% en Nafarroa). Sin embargo, el mensaje oficial se limitó a remarcar que era una situación coyuntural y que enseguida se volvería a los registros habituales. Restaron importancia al alza del coste de la vida para no asustar, aunque de coyuntural tenía poco.
Sin embargo, no todo el encarecimiento es a causa de la energía. La ruptura de las cadenas de suministros provocó la escasez de determinadas mercancías, lo que siempre desata una guerra de precios, ya que algunos están dispuestos a pagar lo que sea por conseguir lo que necesitan, lo que añade presión al alza de la inflación.
En este contexto, la guerra en Ucrania agudizó las debilidades. Rusia y Ucrania son importantes productores de materias primas y alimentos y las hostilidades frenaron el comercio normal. La situación se ha agravado mucho a causa de la política de sanciones aplicada por Occidente contra Rusia, especialmente en la Unión Europea que tiene una fuerte dependencia energética. Tratar de expulsar del mercado mundial a uno de los principales exportadores de energía, tercero de petróleo por detrás de EEUU y Arabia Saudí y el segundo en gas, después de EEUU, puede resultar suicida.
Por otra parte, las sanciones energéticas han dejado al descubierto la nefasta política energética liberal de la UE. No se conformaron con obligar a todos los países a privatizar suministros básicos como la electricidad o el gas, sino que montaron además un simulacro de mercado diseñado para beneficiar a las grandes corporaciones que se hicieron con los activos privatizados y ahora se benefician de los "beneficios caídos del cielo". La privatización también rompió los contratos a largo plazo que firmaban las empresas con los suministradores, lo que les permitía obtener seguridad en el suministro a precios estables y relativamente bajos. Tras la privatización, esas grandes corporaciones priorizaron el mercado al contado sobre las relaciones a largo plazo. El resultado fue que los precios de las materias primas se fijan ahora en los mercados de futuros que están dominados por bancos y fondos de inversión, es decir, por especuladores. En ese marco la estabilidad brilla por su ausencia y los vaivenes en los precios suelen ser extraordinarios, al albur de la presión especulativa.
Las salidas que se van perfilanando
La crisis energética no se solucionará a corto plazo, tanto por la guerra como por el agotamiento de los yacimientos más accesibles y baratos. Y las energías renovables tardarán tiempo en reemplazar a los hidrocarburos. En este contexto, se observan dos tendencias contrapuestas. Por un lado, se está produciendo un movimiento de relocalización de la industria, empujado por los costes del transporte, pero también porque la pandemia ha revalorizado la autosuficiencia y en un mundo cada vez más fragmentado todos los países se reorientan hacia el autoabastecimiento, al menos en productos clave; la carrera por producir semiconductores es un buen ejemplo de ello.
La civilización industrial se ha construido gracias a esa inmensa reserva de energía que son los hidrocarburos
Por otro lado, el fuerte incremento de los costes de la energía, especialmente en Europa, está llevando a que muchas industrias electrointensivas, y otras para las que el gas natural es una importante materia prima, se estén planteando trasladar su producción a EEUU que cuenta con una energía más barata gracias a sus importantes reservas. Estas dos tendencias marcarán la reconfiguración del tejido industrial en toda Europa.
A más largo plazo, posiblemente lo que esté guiando la dirección de los cambios sea lo que el Foro de Davos durante la pandemia bautizó como "el gran reinicio". Según la visión que defiende ese foro, el capitalismo tiene que convertirse en un sistema en el que las empresas consideren los intereses de todos los agentes implicados, no solo los de los accionistas, sino también los de los trabajadores, la comunidad, el medio ambiente, las instituciones (colaboración público-privada), etc., los llamados stakeholders. Desde esa perspectiva consideran primordial engrasar mejor esa economía de los grupos de interés. Para ello el Foro propone ampliar las inversiones para alcanzar objetivos que sean compartidos y que tengan en consideración fines sociales.
Da la impresión de que ese planteamiento habría inspirado las principales leyes aprobadas últimamente en EEUU (Ley de Reducción de la Inflación, Ley de Chips y Ciencia...) y en la UE (Next Generation EU, Ley Europea de Chips y la RePowerEU). Una característica de todas ellas es que el Estado ya no aparece como el instrumento que corrige los fallos del mercado, sino que vuelve a participar activamente en la política económica como inversor, vuelve la política industrial. En todas ellas el Estado fija objetivos de desarrollo: chips, energías renovables, investigación... Un cambio sin duda positivo que certifica el fracaso de la política neoliberal desarrollada hasta ahora. Quizás el ejemplo más gráfico sea el de crear el mercado de certificados de emisiones de CO2 para reducir las emisiones. Inventar mecanismos de mercado que sustituyan a las decisiones políticas no sirve para nada.
Por otro lado, esta nueva política industrial está poniendo en manos de las multinacionales los principales recursos públicos. El Estado no se planea sustituir la iniciativa privada, sino movilizarla en una determinada dirección. De alguna manera, el Estado establece los objetivos y pone el capital, es decir, se limita a garantizar el retorno de las inversiones privadas. Un planteamiento que tiene evidentes peligros. El principal es que el diseño y la ejecución de los planes públicos se deja en manos privadas, como está ocurriendo con los fondos Next Generation EU, y la experiencia dice que por mucho "capitalismo de los grupos de interés" que predique el Foro de Davos, los intereses del capital no suelen coincidir con el interés general. El peligro es evidente en un momento en que nos estamos jugando el futuro del mundo.