Sandra Ezquerra. Desde la economía feminista
Los estados contemporáneos y sus políticas económicas: hacia el modelo del cuidador universal
Arranco con mi reflexión desde una posición muy determinada, ya que ésta condiciona, sin lugar a dudas, el sentir y la dirección de lo que sigue. Me ubico en el pensar y mirar el mundo de la economía feminista. Y desde allí parto también. Desde la década de los años 70 la economía feminista ha desarrollado una crítica epistemológica y metodológica exhaustiva de las tradiciones clásicas, neoclásicas e incluso heterodoxas de pensamiento económico. Su principal aportación ha sido desde entonces la elaboración de una nueva visión del mundo social y económico, visión que tiene como principal objetivo las condiciones de vida de las personas y que tiene en cuenta la totalidad de los trabajos necesarios para la subsistencia, el bienestar y la reproducción social (Carrasco 2013). Ésa es su concepción de lo que se suele llamar economía. Y es también la mía.
A diferencia del resto de corrientes económicas, que históricamente han obviado la importancia social y económica del trabajo reproductivo y se han centrado exclusivamente en la economía de mercado, la economía feminista parte de un doble axioma:
- Existe una relación dinámica entre las esferas conocidas como productiva y reproductiva.
- La línea que las separa, definida por la división sexual del trabajo, es borrosa y cambiante.
Dicho de otro modo, lo que sucede en cualquiera de las dos esferas tiene siempre un impacto en la otra. Lejos de ser inamovibles, las actividades que se llevan a cabo y los roles y responsabilidades asignados a cada una de ellas, pueden variar a lo largo de la historia (por ejemplo, en momentos de crisis económica, en tiempos de guerra o con cambios de políticas públicas) y en función del contexto (por ejemplo, en distintos entornos culturales o socioeconómicos). Como resultado, dichas actividades, roles o responsabilidades pueden pasar a formar parte de una esfera distinta a la que previamente habían “pertenecido” o incluso pueden llegar a ser compartidas por ambas esferas. De este doble axioma se derivan dos consecuencias políticas profundamente relevantes:
- La asignación histórica de los hombres al ámbito productivo y de las mujeres al ámbito reproductivo no es ni atemporal ni inevitable.
- Tampoco son inevitables ni atemporales la frontera entre los dos ámbitos ni la marginación social, política y económica de la esfera reproductiva en contraste con la centralidad, multidimensional también, de la productiva.
Esta variabilidad en el tiempo y en el espacio puede adoptar una dirección regresiva o democratizadora. En cada contexto histórico y político coexisten diversas ideologías y propuestas, a menudo en pugna, acerca de la configuración de las relaciones sociales. Es por ello que, incluso cuando se había dado previamente un avance de políticas y prácticas en una dirección determinada, cuando se entra en una “coyuntura crítica” (véase Rubery, 2014) existe la posibilidad de que otras ideologías y políticas recobren fuerza y se acaben imponiendo (véase Lombardo & León, 2014).
Un claro ejemplo de tendencia regresiva como resultado de la irrupción de una coyuntura crítica lo constituye el Régimen Franquista después de la Guerra Civil española. Muy a pesar de los avances en justicia de género conseguidos durante la Segunda República, la legislación del trabajo remunerado femenino durante el franquismo tuvo como objetivo impedir la independencia económica de las mujeres. La Ley de Reglamentaciones de 1942 implantó la obligatoriedad de abandonar el puesto de trabajo en el momento del matrimonio y se introdujo la figura de la “dote”. La Ley de Contrato de Trabajo de 1944, por otro lado, establecía que, en caso de reincorporación posterior, la mujer necesitaba la autorización del marido, al cual se le dotaba potestad para negarle a su mujer la capacidad de cobrar directamente su salario. La discriminación a la que se vio sometido el trabajo remunerado de las mujeres, así como el claro reforzamiento de su rol doméstico y familiar, no sólo tuvo claros efectos durante el franquismo sino que además se manifiesta de manera muy clara en la actualidad en nuestro menor grado de autonomía económica y en un peor acceso a las prestaciones sociales derivadas de la participación en el mundo laboral, como serían las pensiones de jubilación (véase Sarasúa y Molinero: 2008).
Otro ejemplo de cambios en la composición de género de los ámbitos productivos y reproductivos lo constituye Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX. Tal y como relatan Amott y Mattahaei (1996), la significativa expansión macroeconómica estadounidense durante la Primera Guerra Mundial y la década de los años 20 supusieron la entrada de más de 10 millones de mujeres en el mercado laboral, sobre todo en la industria bélica durante la guerra y posteriormente en un creciente sector público y de servicios. El Crack de 1929 derivó en más de una década de Gran Depresión, durante la cual se alcanzaron niveles históricos de desocupación. A medida que los hombres perdían sus empleos, las mujeres se vieron obligadas a entrar en el mercado laboral para sostener a sus familias y estuvieron dispuestas a trabajar por salarios más bajos que ellos, en situaciones de mayor precariedad y en ocupaciones feminizadas como el trabajo doméstico u otro tipo de servicios. Su presencia en el mercado laboral continuó sin ser equiparable a la de los hombres como resultado de la pervivencia de la discriminación salarial, así como de la segregación por género tanto horizontal como vertical. La incorporación de las mujeres en el mercado de trabajo norteamericano se vio marcada tanto por su necesidad de mantener a sus familias ante el rampante aumento del paro masculino como por su ubicación secundaria en el mundo laboral y de precario equilibrio con sus responsabilidades de cuidado en el ámbito del hogar, que dificultaban enormemente la conciliación de vida laboral y familiar.
Coyuntura crítica en el Estado español y en Euskadi
Podemos afirmar que en nuestro contexto y en nuestro momento llevamos años viviendo una coyuntura crítica: la crisis económica iniciada en 2008, la cual, junto con sus derivaciones y manifestaciones en el mundo de las políticas, genera, entre muchos otros cambios, importantes alteraciones en las fronteras entre la esfera productiva y la reproductiva. Desde la economía feminista se ha defendido que las principales alternaciones están consistiendo en un incremento del trabajo reproductivo realizado en los hogares de forma no remunerada como resultado de la reducción en gasto social público y/o de una disminución en la compra de ciertos servicios de cuidado y atención a familiares por la imposibilidad de asumir sus costes en el mercado (véase Benería 2003; Gálvez & Torres 2010; Ezquerra 2014). Ello se ha dado de manera paralela, y con cierta similitud con el ejemplo norteamericano expuesto anteriormente, a una importante reducción, agudizada desde el inicio de la crisis, de las desigualdades en materia de actividad laboral y ocupación entre hombres y mujeres. La reducción de dichas desigualdades se ha dado a la baja y es resultado, principalmente, de los grandes estragos que la crisis económica ha causado en el empleo masculino.
En el Gráfico 1 se ilustra la reducción de las desigualdades de género en la tasa de actividad:
Gráfico 1. Tasa de actividad por sexo en el Estado español, 2006-2014, %
En el Gráfico 2 se realiza el mismo ejercicio con el número de personas ocupadas:
Gráfico 2. Personas ocupadas por sexo en el Estado español, 2006-2014, miles de unidades
En definitiva, los datos y la literatura muestran una cierta alteración de la configuración de género de las esferas productiva y reproductiva, ya que de ellos se extrae, por un lado, que las mujeres pasan a tener un papel más importante en el ámbito productivo (en relación a los hombres y no en términos absolutos). Cabe destacar en este punto que la mayor presencia laboral femenina no se traduce en una erradicación de las desigualdades en las condiciones laborales y de trabajo, ya que las mujeres siguen sufriendo discriminación salarial y una mayor precariedad laboral.
Por otro lado, el crecimiento del papel económico de las mujeres no se traduce necesariamente en una mayor implicación de los hombres en los trabajos domésticos y de cuidados. Es éste un dato importante ya que, los pocos estudios existentes apuntan a una ausencia de la redistribución de género de tiempos de trabajo no remunerados en el hogar que esperaríamos como resultado de la redistribución acaecida en el mundo laboral. Según los datos de la Encuesta de Empleo del Tiempo de los años 2009 y 2010 del Instituto Nacional de Estadística, aunque desde el 2003 la participación masculina en las tareas domésticas había aumentado en casi cinco puntos, seguía existiendo una diferencia importante de participación en el trabajo no remunerado de 17 puntos porcentuales (74,7% los hombres y 91,9% las mujeres). En lo que se refiere al trabajo doméstico, el tiempo dedicado por las mujeres continuaba superando al de los hombres en más de dos horas. La misma encuesta indicaba que el 92% de mujeres declaraban ser activas en “hogar y familia” frente al 75% de los hombres (véase también Larrañaga et al. 2011). La persistencia de las diferencias se ha visto confirmada por investigaciones de Mariángeles Durán (2011) y la OCDE (2011). Otros estudios han mostrado que, lejos de producir la “liberación” respecto al trabajo doméstico de sus parejas, los varones “en casa” tienden a convertirse en una carga adicional de responsabilidades para las mujeres que están trabajando también en el mercado laboral (Gálvez & Matus 2010).
Dada la poca frecuencia con que la Encuesta de Empleo del Tiempo es efectuada a escala estatal, es importante analizarla con cautela. Sin embargo, existen otros estudios más actuales realizados a escala autonómica que confirman la hipótesis presentada. En el caso de Euskadi, tal y como se muestra en el Gráfico 3, entre el año 2007 y el año 2011 la tasa de actividad masculina disminuyó del 67,24% al 62,85%, mientras que la femenina aumentó en más de dos puntos, pasando del 49,20% al 51,59%. La tasa masculina de empleo, por otro lado, disminuyó durante el mismo período de tiempo del 63,90% al 52,47%, mientras que la femenina decreció “solo” dos puntos, pasando del 45,34% al 43,28%.
Gráfico 3. Tasa de actividad, empleo y paro por sexo, Euskadi, 2006-2014, %
El comportamiento de género del mercado laboral en el País Vasco ha seguido una tendencia similar a la del resto del Estado español. En el año 2014, además, la tasa de desempleo masculina superaba ligeramente la femenina cuando en el 2007 estaba tres puntos porcentuales por debajo. Mientras que de esta evolución se podría prever que la caída del peso relativo de los hombres en el mercado laboral podría comportar un aumento de su presencia en las tareas reproductivas, los datos de Eustat, de nuevo, apuntan lo contrario. La edición de 2013 muestra que las mujeres con empleo continúan destinando una hora más al día a trabajo domésticos que los hombres también ocupados. Curiosamente, en el caso de hombres y mujeres en situación de desempleo, la diferencia se dispara y se sitúa en una hora y media1.
Un recorrido panorámico por los datos de mercado laboral y de usos del tiempo, en definitiva, apunta a una cierta reordenación de género del ámbito laboral (productivo) sin que ello comporte una democratización de las responsabilidades reproductivas. En este sentido, se puede concluir, de manera tentativa, que los efectos generados por la crisis económica en la distribución de los roles de género asignados en cada una de las esferas son de talante regresivo ya que, si bien las mujeres parecen estar adquiriendo un mayor protagonismo económico, no se liberan de sus responsabilidades reproductivas no remuneradas sino que éstas pueden verse incrementadas como efecto de las políticas de recortes presupuestarios y no se da una tendencia de redistribución de responsabilidad por las mismas hacia los hombres. Como resultado, estaríamos no sólo ante un crecimiento del rol económico de las mujeres en mayores condiciones de precariedad sino también ante un aumento de la carga global de trabajo y de la pobreza de tiempo de las mujeres.
Todo ello nos obliga a interrogarnos sobre qué tipo de políticas económicas, en su sentido más amplio, cabe imaginar e impulsar en la actualidad en áreas de tener impactos democratizadores tanto en la esfera productiva como en la productiva, y que dichos impactos se retroalimenten en una misma dirección. En el apartado posterior sostengo que un modelo de política económica que defienda de manera decidida la centralidad social, política y económica de los cuidados y la sostenibilidad de la vida puede contribuir de manera decisiva a revertir esta tendencia en ambas esferas.
¿Qué respuestas y al servicio de quién? Hacia el modelo del cuidador universal
Frente al androcentrismo inherente en los modelos político-económicos convencionales, la economía feminista rechaza delimitar su interés en el trabajo mercantil, y reivindica las importantes contribuciones realizadas desde el trabajo no mercantil en el cuidado de la vida humana y en la satisfacción de necesidades diversas. Defiende, en otras palabras, la centralidad de la llamada economía de los cuidados como aspecto fundamental e imprescindible en el sostenimiento del entramado de la vida y de las necesidades humanas (Carrasco 2011), que engloba el trabajo asalariado pero también las contribuciones imprescindibles de otros actores como las administraciones públicas, las familias o las comunidades. Cabe aclarar en este punto que dotar de protagonismo a la economía de los cuidados no comporta necesariamente limitarse a efectuar cambios en el ámbito reproductivo sino que contribuye a reordenar prioridades políticas en aras de efectuar cambios en múltiples ámbitos de la vida social y económica.
En este sentido, Nancy Fraser (2015) defiende la necesidad de repensar las políticas de bienestar e impulsar de manera paralela el modelo de relaciones de género que nos proponemos defender. Según ella, el único orden de género aceptable debe basarse en la justicia de género y en la premisa de que la forma que adopte la organización social de los cuidados se encuentra profundamente vinculada con el bienestar humano y la situación de las mujeres.
Fraser deposita una gran importancia en la noción de justicia de género con una clara vocación de superar la dicotomía Igualdad/Diferencia reinante durante décadas en los debates feministas. Desde la igualdad se ha defendido, en cierta manera, que las mujeres obtengan el mismo trato que los hombres. En el contexto de las políticas sociales y de la economía de los cuidados, este abordaje se ha materializado, sobre todo, en el fomento de la ocupación laboral femenina, principalmente a través de la provisión por parte de las administraciones públicas de servicios que faciliten el trabajo asalariado, como por ejemplo las escuelas infantiles. Fraser denomina a este modelo “Proveedor Universal”. En él la economía productiva retiene su papel central mientras que los cuidados y los trabajos domésticos no remunerados (ámbito de la reproducción) continúan teniendo un papel marginal en la organización socioeconómica. La división sexual del trabajo y de las esferas es transgredida únicamente en la medida en que las mujeres se incorporan en el ámbito laboral y “productivo”, y no se cuestiona la identificación social de las mujeres con el ámbito reproductivo y de los hombres con el productivo.
La incorporación laboral de las mujeres como motor principal de cambio en las relaciones de género presenta profundas limitaciones ya que, como se ha demostrado, se ha dado en condiciones de desventaja en comparación con los hombres. Si a ello añadimos la escasa atención social y política que en este modelo recibe el ámbito reproductivo (y cuando la recibe es en aras de promover la incorporación laboral de las mujeres), la estrategia se traduce, de nuevo, en un aumento de la carga global de trabajo de las mujeres (se incorporan al trabajo remunerado mientras continúan siendo las principales responsables del trabajo doméstico y de cuidados) y en una perpetuación tanto de la centralidad de la economía productiva como de la marginación de la reproductiva.
Las defensoras de la diferencia han denunciado que las estrategias basadas en la igualdad tienden a presuponer lo masculino como norma situando, de esta manera, a las mujeres en posición de desventaja e imponiendo a hombres y mujeres un modelo distorsionador. Como resultado, han propuesto tratar a las mujeres de manera distinta en la medida en que hombres y mujeres son diferentes. En el contexto de las políticas de bienestar y de la economía de los cuidados, este abordaje se ha manifestado en gran parte en el apoyo a los cuidados informales. Su elemento central es la provisión por parte de las administraciones públicas de prestaciones económicas a las personas cuidadoras (informales). Fraser denomina este modelo “Paridad del Cuidador”. Si bien ello resulta en una pequeña ampliación de la importancia depositada en el trabajo doméstico y de cuidados en el marco de las políticas públicas, el ámbito productivo no pierde su centralidad social y económica. Por otro lado, no se potencia necesariamente, como sí se hace en el caso anterior, la incorporación de las mujeres en el mercado laboral como herramienta principal para alterar las relaciones de género, y la ausencia de un cuestionamiento de la división sexual del trabajo y de esferas perpetúa la invisibilización de la reproducción en el ámbito familiar y doméstico, así como la reclusión de las mujeres en el mismo.
En definitiva, en el marco de este debate, ni es posible conseguir la justicia de género mediante la mera incorporación de las mujeres en el modelo masculino de ocupación (Carrasco 2013) ni tampoco es posible hacerlo promoviendo marcos normativos y de intervención que perpetúen la esencialización de la capacidad y responsabilidad hacia el cuidado como elementos innatos de las mujeres y definitorios no sólo de la propia feminidad sino también de la organización social y económica (véase Diputación Foral de Guipúzcoa 2012).
Ante el callejón sin salida en el que a menudo se encuentra el debate entre Igualdad y Diferencia, más recientemente han surgido voces desde el feminismo, entre las que se encuentra la misma Fraser, que apuestan por reinterpretar conceptualmente la justicia de género abordándola como una compleja y multidimensional que, lejos de poder ser identificada con una sola norma o un solo valor (ya sea la igualdad o la diferencia) englobe una pluralidad y diversidad de principios normativos. Ello pasa por una apuesta política ausente tanto en el modelo de la igualdad como en el de la diferencia: actuar sobre el ámbito productivo en aras de desplazar su centralidad y, en lugar de centrar los esfuerzos en que las mujeres se incorporen en modelos y esferas masculinas, promover que los hombres se incorporen a las femeninas. En lugar de promover que las mujeres se parezcan más a los hombres (igualdad, mercado laboral) o fomentar que se parezcan más a “ellas mismas” (diferencia, segregación de los cuidados), se trata de trabajar para que sean los hombres los que se incorporen de manera masiva a los cuidados y para que los patrones actuales de vida de las mujeres se conviertan en la norma para todas y para todos alcanzando, de esta manera, un modelo de “Cuidador Universal”. Ello pasa porque el mercado laboral esté diseñado para trabajadores/as remunerados/as que también son cuidadores/as fruto del desmantelamiento de la oposición sexista entre la “actividad proveedora” y la “actividad cuidadora” y de la integración de actividades separadas en la actualidad, la eliminación de su codificación de género y, en definitiva, la reducción de la importancia del género como principio estructural de la organización social (Fraser 2015).
En tanto que se parte aquí de la premisa de que tanto el concepto de igualdad como el de diferencia resultan insuficientes, e incluso contraproducentes, como axiomas fundamentales y únicos de la promoción de la justicia de género desde las políticas públicas, se propone trabajar, siguiendo el trabajo de Fraser, con una concepción multidimensional de la justicia de género que busque que todas las mujeres sean proveedoras, así como que todos los hombres sean cuidadores, y que el cuidado se convierta a su vez en una prioridad política y en una responsabilidad colectiva.
El carácter multidimensional de esta concepción debe descansar en siete criterios normativos: la antipobreza, la antiexplotación, la igualdad de renta, la igualdad de tiempo propio, la igualdad de reconocimiento, la antimarginación y el antiandrocentrismo. La antipobreza, en primer lugar, se refiere a la satisfacción de necesidades básicas no cubiertas de ninguna otra manera. La antiexplotación, en segundo lugar, se debe centrar en prevenir la explotación y la dependencia explotable. Tercero, la igualdad de renta persigue eliminar las discrepancias de renta entre hombres y mujeres (discriminación laboral, pobreza oculta, infravaloración del trabajo de las mujeres, etc.). En cuarto lugar, la igualdad de tiempo propio aspira a combatir las dobles jornadas exclusivamente femeninas y, en general, combatir la pobreza de tiempo de las mujeres. La igualdad de reconocimiento, en quinto lugar, debe combatir el desprecio social hacia las mujeres, así como la trivialización de sus actividades y aportaciones. En sexto lugar, la antimarginación debe promover las condiciones necesarias para una participación equitativa de las mujeres en todas las áreas de la vida social y desmantelar culturas de trabajo masculinistas y entornos políticos hostiles a las mujeres. Finalmente, el antiandrocentrismo debe descentrar las normas masculinistas y revalorizar las prácticas y rasgos infravalorados en la actualidad por estas asociados con las mujeres2.
Proponer y elaborar nuevas políticas desde la economía feminista, en definitiva, significa transgredir las fronteras entre la esfera productiva y la reproductiva y empezar a dinamitarlas. Significa acabar con la falsa fragmentación de nuestras vidas impuesta desde el pensamiento económico convencional y desde las políticas públicas, en aras de promover no solo la paridad real entre hombres y mujeres sino sobre todo una nueva concepción de la vida social y económica donde todos y todas cuidemos- sin caer por ello en la irrelevancia social o en la dependencia económica- y donde todas y todos seamos cuidados- de manera digna. Lo que aquí se propone es un cambio profundo de paradigma. No es menos cierto, sin embargo, que podemos estar en un momento privilegiado para llevarlo a cabo. No lo desaprovechemos.
Bibliografía
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