Comprender lo global para transformar lo cotidiano
Gonzalo Fernández Ortiz de Zarate (Bilbo, 1974) es Coordinador de Paz con Dignidad-Euskadi e investigador del Observatorio de Multinacionales de América Latina (OMAL). Ha volcado su investigación en el libro “Alternativas al poder corporativo. 20 propuestas para una agenda de transición en disputa con las empresas transnacionales” (Icaria, 2016).
Vivimos en un mundo extremadamente complejo. El conjunto de variables, dinámicas y estructuras que impactan sobre nuestras vidas es muy amplio, en una escala además que trasciende nuestro territorio para proyectarse en la esfera no solo estatal, sino también regional y global. Cómo plantear alternativas a este sistema sobrecomplejizado, cómo enfrentar una realidad tan diversa y dinámica desde nuestras reducidas capacidades, se nos antoja muchas veces como una tarea inabarcable, que pudiera conducirnos al desánimo. Optamos, en todo caso, por circunscribir nuestras reflexiones y luchas al ámbito de lo concreto, al contexto más cercano, a lo que podemos tocar.
Aunque esta prioridad por lo cotidiano es estratégica y necesaria –además de perfectamente comprensible–, hoy en día se muestra insuficiente para avanzar en términos emancipadores. Contraproducente, incluso, si nos empujara a simplificar la realidad, a negar el estrecho vínculo entre fenómenos locales y globales, a limitar la disputa política a dicotomías estrechas y anquilosadas. ¿Podemos así hablar de soberanía en Euskal Herria sin tomar en consideración a la Unión Europea o a la nueva oleada de tratados comerciales? ¿Es posible plantear un horizonte para la clase trabajadora sin atender al fenómeno de la automatización y la robotización, o en base a un concepto de trabajo reducido a lo mercantil, o que no interseccione clase, género y etnia/raza? ¿Qué alternativa local es viable si no confronta directamente con el cambio climático y el agotamiento de materiales y fuentes de energía fósil?
“Asumir la complejidad no es por tanto una opción, sino un requisito para la acción política”
Asumir la complejidad no es por tanto una opción, sino un requisito para la acción política. No para caer en el desánimo, sino como vía para afinar nuestras estrategias que, con los tiempos que corren, necesariamente han de ser radicales, inclusivas y basadas en un enfoque local-global. En el presente artículo precisamente destacamos algunas dinámicas globales que nos ayuden a entender lo que nos ocurre –y lo que se nos viene encima–, para tratar de transformarlo desde lo cotidiano. Nos urge, además, ya que atravesamos un momento especialmente crítico, no solo para las mayorías sociales y el planeta en su conjunto, sino también para el propio capital.
Este se encuentra ante una paradoja sin parangón histórico: necesita encontrar espacios de acumulación para un enorme excedente de capital generado a lo largo de cinco décadas de financiarización de la economía, cuando las expectativas de crecimiento económico son poco halagüeñas al menos hasta 2060 –según la OCDE–. Y en un contexto, además, de extrema vulnerabilidad climática y de reducción de la base física en la que opera el sistema. Cuadrar el círculo, en definitiva: crecer sin espacios sólidos de acumulación, con menos recursos materiales y energéticos, y en un contexto financiera y climáticamente vulnerable. Lo nunca visto en la historia del capitalismo.
“Atravesamos un momento especialmente crítico, no solo para las mayorías sociales y el planeta en su conjunto, sino también para el propio capital”
Pese a todo, las élites globales no van a cejar en el empeño de mantener sus privilegios. Redefinen su proyecto para tratar de superar dicha paradoja, desde claves aún más agresivas y virulentas. Formulan de este modo un capitalismo del siglo XXI que, ahora ya sin tapujos, pretende derribar toda barrera a los mercados capitalistas y a las empresas transnacionales. Si la dinámica del capital está gripada, la huida hacia adelante es clara: primero, nada puede quedar fuera del radio de acción de los negocios internacionales. El mercado es por tanto la única solución para enfrentar la paradoja capitalista; segundo, el blindaje político-jurídico en favor de las grandes empresas debe ser explícito y absoluto, desmantelando los mínimos democráticos vigentes; tercero, la tarta ya no da para alimentar a todos los capitales, por lo que la lógica de guerra económica entre bloques regionales se va imponiendo.
Estas tres señas de identidad de un capitalismo del siglo XXI ya en marcha definen tendencias de carácter global y sistémico para las próximas décadas. No podemos por tanto obviarlas, y sí al contrario analizarlas para valorar sus límites, las transformaciones que conllevarán, sus contradicciones y puntos flacos, siempre por supuesto con el objetivo de extraer aprendizajes para nuestras luchas cotidianas. Realizamos a continuación un somero y sintético ejercicio que exponga algunas claves en este sentido.
“Un capitalismo del siglo XXI que, ahora ya sin tapujos, pretende derribar toda barrera a los mercados capitalistas”
En primer lugar, como hemos señalado, asistimos a una ofensiva mercantilizadora sin parangón, que amenaza con poner al servicio de las empresas transnacionales todo aquello que aún no lo estaba, a la vez que trata de exprimir al máximo toda fuente de riqueza y acumulación. Nuevos nichos de mercado se sitúan por tanto en el punto de mira de los negocios globales: fundamentalmente los servicios –incluyendo los públicos–, los bienes naturales –agua, tierra, energía, materiales– y la compra pública, en un intento de desmantelar todo rastro de lo público y de lo común. De manera complementaria, se proyecta en la cuarta revolución industrial (4RI: plataformas digitales, minería de datos, inteligencia artificial, nuevos servicios y sistemas ciberfísicos) la esperanza en generar una onda expansiva de productividad generalizada y crecimiento económico sostenido, así como de impulsar una economía más colaborativa, circular y menos intensiva en consumo de energía y materiales.
Aunque no hay visos de que estas metas se estén ni mucho menos alcanzando, sí que se constatan transformaciones de calado en el sistema económico de la mano de la 4RI, cuyo análisis es de especial interés: se amplía la capacidad de mercantilizar nuevos sectores a escala global, llegando incluso a la cotidianidad de nuestras vidas (Uber, Blablacar, Airbnb, etc.); el volumen de empleo global, en mayor o menor medida, se verá afectado por la robotización y la automatización, avanzando además en un modelo de uberización de las condiciones laborales; las grandes empresas tecnológicas, en alianza con el sistema financiero, poseen un poder sin igual en la historia en términos de escala y de propiedad sobre el núcleo central de la nueva economía (datos e inteligencia artificial, el conocimiento colectivo en definitiva), aumentando al límite la dependencia corporativa de Estados, pueblos y personas.
“La tarta ya no da para alimentar a todos los capitales, por lo que la lógica de guerra económica entre bloques regionales se va imponiendo”
En segundo término, la ofensiva mercantilizadora pretende blindarse política y jurídicamente a través de la instauración de una constitución económica global, de la mano de la nueva oleada de tratados comerciales. Hablamos de una constitución porque la apuesta consiste en definir un nuevo marco de lo posible, una cúspide normativa comandada por los principios del comercio y la inversión internacional, que contaría con mayor peso específico que las propias legislaciones internacionales, comunitarias y estatales vigentes.
De este modo, cada tratado aprobado abona el terreno de dicha constitución, que amputa las capacidades legislativas, ejecutivas y judiciales de los Estados y de las instituciones públicas en su conjunto: instauran una amplísima definición de comercio (servicios, compra pública, comercio digital, innovación, competencia, etc.) que blinda todos estos ámbitos al marco de los tratados, arrebatándoselos así al debate democrático; posicionan valores de gran peso político (acceso al mercado, seguridad de las inversiones, expectativas legítimas de las empresas, etc.), que se sitúan por encima de los derechos colectivos; alteran los procedimientos legislativos para forzar la armonización normativa, o dicho de otro modo, la equiparación a la baja en condiciones laborales, ecológicas, sociales, etc., independientemente de la voluntad popular; finalmente, imponen una justicia privatizada en base a tribunales de arbitraje, en el que solo las grandes empresas pueden denunciar a Estados, haciendo saltar por los aires la igualdad ante la ley. Blindaje corporativo, ultrarregulación en favor de los negocios. Un gobierno de facto, en definitiva, de las empresas transnacionales, que redefine la democracia a la gestión de las migajas desechables para los mercados globales.
“La apuesta consiste en definir un nuevo marco de lo posible, una cúspide normativa comandada por los principios del comercio y la inversión internacional”
Tercero y último, se recrudece la disputa geopolítica entre bloques (especialmente EEUU, China y UE). De esta manera, y aunque comparten parámetros similares en lo relativo al proyecto, pugnan por capturar los menguantes réditos del crecimiento económico, así como de asegurarse una mejor posición ante los retos cruciales que el capitalismo afronta. En este marco compartido y la vez de disputa, y más allá de la mediática guerra de aranceles –que no es tan relevante en realidad–, destacan hoy en día dos ámbitos estratégicos de especial significación, que definen de este modo los términos de la guerra económica intracapitalista: por un lado, el control de los menguantes bienes naturales, materiales y fuentes de energía, en un escenario de colapso ecológico; por el otro, la carrera por llevar la delantera en la economía digital, como principal espacio actualmente viable de reproducción ampliada del capital.
En definitiva, el capitalismo del siglo XXI nos ofrece mercantilización, corporativización, democracia de saldo, violencia y guerra. Al contrario, sus esperanzas no son sino autos de fe: ni los aumentos de productividad son generalizados, ni el consumo energético y de materiales se ha reducido, ni la temperatura media del planeta para de crecer. Su círculo no se cierra, su paradoja nos conduce a un abismo social mayor y al colapso ecológico.
Luchamos en definitiva contra un sistema biocida, que necesitamos hacer descarrilar. Un proyecto muy agresivo, pero también herido. En las grietas de su huida hacia adelante encontramos a su vez elementos para nuestras luchas: planteemos nuestro horizonte precisamente en sus apuestas estratégicas, abundemos de este modo en la desmercantilización, la descorporativización y la democratización de la organización social; superemos la tentación de simplemente resistir, de regresar a un pasado mejor. El capitalismo que permitió ciertos estados del bienestar en contextos específicos no va a volver, por lo que debemos trascender el statu quo e impulsar alternativas bajo nuevos parámetros; el trabajo en sentido amplio seguirá siendo estratégico para sostener la vida. Repartirlo, redistribuirlo, superar el rol central del salario en la sociedad, fomentar nuevos modelos de empresa, serán sin duda elementos fundamentales; asumamos la relevancia de los bienes naturales –y de los territorios que los acogen– como espacios clave de disputa con el capital; situemos la confrontación con las megaempresas tecnológicas por el control y propiedad de los datos y la inteligencia artificial como campo de batalla impostergable en el conflicto capital-vida; redefinamos soberanías, lo público, lo común, el rol del Estado, etc., en un modelo de democracia que supere la actual gobernanza corporativa y que, en ese sentido, se fije en la superación de toda estructura que actualmente la sostiene, desde los tratados comerciales hasta, por qué no, la propia Unión Europea.